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David era un niño de once años. Desde pequeño quiso ser paleontólogo. Adoraba leer. Adoraba los dinosaurios. Sobre todo adoraba leer sobre dinosaurios. Lo sabía todo de ellos; sus nombres, sus características, su alimentación. Todo.
El día de su doce cumpleaños sus papás le dijeron que hiciera las maletas. ¡Le iban a hacer un regalo muy especial en un sitio cálido y soleado!
El niño se extrañó, pero no preguntó nada, era un chico obediente y confiaba en sus papás, así que hizo las maletas y todos fueron al aeropuerto. El avión al que subieron estaba prácticamente vacío. ¡Entre todos los ocupantes sumaban tan solo quince pasajeros!
Cuando por fin despegaron, los papás de David le dijeron que iban de voluntarios a una excavación paleontológica en una isla del Pacífico donde los científicos habían encontrado restos de dinosaurio en muy buen estado. Llevaban más de un año intentándolo pero, por fin, ¡lo habían conseguido!
David saltó de alegría, pero sus papás le advirtieron que sería un trabajo duro. Estarían en la isla dos semanas y trabajarían codo con codo con los especialistas en el rescate de antiguos huesos de dinosaurios. Sabían que este era su sueño, pero todo sueño no es tal como lo creemos, alcanzarlo conllevaba un largo, constante y duro esfuerzo.
Además, la isla estaba alejada de la civilización. Los recursos y tecnologías eran limitados, con lo que también le serviría para entender cómo funcionaba el mundo lejos de las comodidades a las que estaba acostumbrado.
Cuando llegaron a la isla, parecía sacada de cualquiera de sus libros de ciencias naturales en los que tanto le gustaba entretenerse. Estaba cubierta de una suave niebla y la vegetación era grande y exuberante. Los extraños sonidos de los animales se oían por doquier, aumentando todavía más su aura primigenia.
El recinto que servía de alojamiento era amplio, una nave dividida en departamentos con camas y lavabo. David compartía uno con sus papás.
Justo al entrar, los científicos discutían. El chico se escabulló para escuchar. Sabía que estaba mal hacerlo pero no pudo resistir la tentación. La edad de los huesos que estaban recuperando tenía desconcertada a toda la comunidad científica. ¡Esos huesos eran muy nuevos! No tenía ningún sentido.
Al final del día, el cansancio hizo mella en el muchacho y, a pesar de querer seguir explorando, volvió a la habitación y, antes de darse cuenta, ya estaba dormido.
Se despertó de madrugada, nervioso e incapaz de seguir durmiendo. Se asomó a la ventana con una amplia sonrisa. Estaba seguro de que esos serían los mejores días de su vida. Entonces, de pronto, vio algo que hizo que se atragantara. Allí, frente a él, se paseaba uno de esos dinosaurios del tamaño de una oveja, de la familia de los ceratópsidos, un Protoceratops.
Saltó en pijama por la ventana. El animal lo miró, sin inmutarse, para, a continuación, adentrarse en la vegetación. David lo siguió sin pensarlo y descubrió un llano cubierto de nidos con huevos. ¡Entregadas mamás dinosaurios cuidaban de su puesta y sus pequeños! Abrió la boca maravillado. ¿Es que nadie más había visto eso?
Volvió a su cuarto, inquieto, pero no molestó a nadie, aunque tampoco pudo volver a conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, condujo a sus papás, y a todo el que quiso seguirlo, a aquel llano que había descubierto bajo la luz de la luna, pero no encontraron nada, solo algunos restos de nidos antiguos, en muy buen estado, que más tarde serían investigados por los científicos.
Fueron dos semanas muy extrañas. Durante el día, trabajaba como el que más en las excavaciones, pero por las noches observaba a los dinosaurios en su hábitat, viviendo una vida prestada en el pasado.
Cuando acabó el tiempo. volvió a casa. ¡Su objetivo todavía más claro!
Con el paso de los años, sería el mejor paleontólogo de la historia, ayudado quizás también por esas dos semanas que había aprovechado al máximo aprendiendo el comportamiento de esos extintos animales, en sus noches en blanco.
Nunca supo porqué su experiencia fue distintas a la de los mayores, pero podemos intentar imaginarlo.
David no era un chico común. Era uno de esos que prefería un libro a un videojuego. Solo el entusiasmo y la inocencia de un niño le permitieron ver lo que otros no veían, que tras el velo de su imaginación encontró otro mundo material. Quizás, otra línea temporal.
Los sueños no se alcanzan fácilmente, hay que luchar por ellos, esa es la realidad. Hay que entrenar la constancia y la imaginación, no solo estar pendiente de la pantalla de un ordenador o ser esclavos de un botón.
Y colorín, coloreado, este cuentecillo se ha acabado.
Enviado por José Antonio Sierra
ANA NÚÑEZ: Licenciada en Biología. Amante de la literatura, escritora y cuentacuentos. Sus primeros cuentos los escribió con trece años. Sus obras van desde adaptaciones al comic (Caleórn, el Maldito; webcomic), pasando por antologías de cuentos de misterio (Ecos de Sangre; Diversidad Literaria) y novela (Sombras en la Noche; Diversidad Literaria). Actualmente está trabajando en su segunda novela, aunque también escribe relatos cortos y cuentos, cuando la inspiración lo exige.
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